https://www.mep.go.cr/sites/default/files/programadeestudio/programas/civica3ciclo_diversificada.pdf
La filosofía que sustenta el sistema educativo se expresa por medio
de la Ley Fundamental de Educación, especialmente en los capítulos en los que
se establecen los fines y, especialmente, en el marco filosófico global del sistema
estipulado en el artículo 2 de dicha ley, donde se establece que los fines de la
educación:
• La formación de ciudadanos amantes de su patria, conscientes de sus
derechos y de sus libertades fundamentales, con profundo sentido de
responsabilidad y de respeto a la dignidad humana,
• Contribuir al desenvolvimiento pleno de la personalidad humana,
• Formar ciudadanos para una democracia en que se concilien los intereses
del individuo con los de la comunidad,
• Estimular el desarrollo de la solidaridad y de la comprensión humana,
• Conservar y ampliar la herencia cultural, impartiendo conocimientos sobre la historia del hombre, las
grandes obras de literatura y los conceptos filosóficos fundamentales.
De acuerdo con esos principios, la educación debía formar para la vida en un sentido integral: tanto para la
eficiencia y el emprendimiento como para la ética y la estética. Los estudiantes debían desarrollar tanto las
destrezas y capacidades necesarias para saber vivir como para saber convivir, enfrentando los dilemas de
muy diversa índole que nos presenta la vida cotidianamente. Si bien el lenguaje de la Ley es claramente de
mediados de siglo pasado, su visión sigue tan actual hoy como entonces... si no más.
Sin embargo, vivimos en un mundo – y la excepción – en el que la educación ha tendido a
encogerse hacia aquellos aspectos que, por razones tampoco muy bien establecidas, se consideraron más
útiles, más prácticos y, por tanto, más importantes que estos otros, que pasaron a la categoría de mero adorno
o lujo que se podía tener si había recursos o tiempo, pero nunca a costa del aprendizaje de aquello que se
piensa “realmente importante”... aunque no se sepa muy bien por qué o para qué.
Hace ya más de treinta y cinco años hubo una discusión peculiar, en su último gobierno, impulsó la creación de nuestra Orquesta Sinfónica Nacional, la Sinfónica Juvenil y la
Sinfónica Infantil. ¡Una aventura descabellada! – clamaron algunos, convencidos de que lo importante en
aquel momento era dedicar todos nuestros esfuerzos a la producción, a la industrialización, a la modernización
de la sociedad – y fue entonces cuando Figueres, que tenía muy clara la importancia de la producción y
precisamente frente a unos tractores nuevos que habían llegado al país en esos días, lanzó aquella pregunta
lapidaria que acabó con toda discusión: “¿Para qué tractores sin violines”?
Entendieron y entendimos... y por eso hoy nuestra producción musical tiene una calidad impresionante. Pero
no entendimos del todo: hicimos una parte de la tarea – las orquestas, los músicos – pero nos olvidamos de
algo que debió resultarnos obvio: las orquestas y los músicos, los artistas, además de su arte... necesitan
público. Y el público ¿necesita el arte? Sin duda, pero primero necesita aprender a entenderlo y a gozarlo para
alimentar esa rica y recíproca espiral de la expresión artística y sus múltiples e inesperadas reacciones que, a
su vez, generan nuevas expresiones artísticas... y así sucesivamente sin un fin determinado.
Programas de Estudios de Educación Cívica. Pero no lo hicimos. Nuestras orquestas tocan a medio teatro. Muchos de nuestros buenos músicos, cuando
graban, terminan regalando sus discos. Lo mismo ocurre con otras manifestaciones artísticas: Nuestros
pintores dependen, cuando tienen suerte, de unos pocos e insuficientes mecenas. Nuestros dramaturgos
– cómo sufren – terminan escribiendo sexy-comedias para que alguien se digne montarlas; pues ésas sí se
llenan semana tras semana, mientras el buen teatro es casi tan escaso como el público que lo va a ver.
Lo que tuvimos claro al redactar la Ley Fundamental de Educación o al impulsar los proyectos sinfónicos...
lo olvidamos en los hechos cuando asignamos los recursos – y recordemos que los recursos reflejan las
prioridades mejor que los discursos – de nuestro sistema educativo.
No hubo recursos, ni tiempo, ni espacio para las artes, para la educación estética; como tampoco hubo mayor
preocupación por la formación ética y la educación para la ciudadanía, que junto con la educación física, las
artes industriales y la educación para el hogar pasaron a formar parte de ese peculiar conjunto de asignaturas
a las que bautizamos – en un gesto de macabra ironía – como “materias especiales”... cuando lo único que
tenían de especiales era la poca importancia que les dimos.
Hoy, cuando tanto nos quejamos, sorprendidos, de la ausencia de una educación integral, de la formación
ciudadana, de la supuesta “pérdida de valores”... qué poco lo asociamos con esa decisión de menospreciar el
espacio y los recursos que dedicamos para que nuestras y nuestros jóvenes tengan cómo y dónde formar su
identidad en ese sentido pleno e integral. ¿De qué nos sorprendemos?
Una educación para la convivencia en sus diversos sentidos
Vivir y convivir tienen muchas aristas: debemos entender que en nuestra relación con los otros – y con el
entorno natural del que formamos parte – nos va la vida; ya sea que hablemos del amor o de la guerra; del
trabajo o del juego; de las pasiones o los intereses, del ocio o del negocio. Para todo eso, educamos… y para
eso, debemos educar a todos. No basta que unos pocos tengan acceso a una educación integral y de calidad:
no buscamos una sociedad con alguna gente muy educada, buscamos una sociedad con educación integral y
de calidad para todos: una sociedad educada en todo sentido.
Por eso la educación debe ser, en parte, una educación para el trabajo, para la producción y el intercambio,
una educación para la convivencia económica, una convivencia eficiente y justa que nos permita sacar partido
– individual y colectivo – a nuestro ingenio, a nuestro esfuerzo y a los recursos con que contamos.
Pero no sólo nos interesa el intercambio y la convivencia económica con los demás, tal y como suele reflejarse
en las relaciones de producción, de comercio, y de consumo. Como bien señalaba Adam Smith en su “Teoría
de los Sentimientos Morales”, nos interesa – más que ninguna otra cosa – el afecto o la simpatía de los demás,
su aprecio, su respeto, su reconocimiento; nos importa qué piensan y sienten los demás sobre nosotros. En
pocas palabras, nos importa importarles a los demás.
De aquí fluye esa contradicción inevitable que marca nuestras vidas: vivimos simultáneamente entre el
egoísmo y la solidaridad. Buscamos poder, prestigio y riqueza, pues creemos que nos brindan todo aquello
que tanto anhelamos. Pero al mismo tiempo, buscamos el afecto, el respeto, la solidaridad y el reconocimiento
de los demás; pues solo ahí encontramos el sentido trascendente a nuestra vida. Más aún, finalmente hemos
cobrado conciencia de que vivimos en un planeta pequeño y frágil, que ya ha dado muestras de no ser inmune
a nuestros actos.
También frente al planeta – frente a la Naturaleza – coexisten paradójicamente la ambición
egoísta de extraer y comercializar al máximo sus recursos, con el gozo y la responsabilidad de vivir en armonía
con nuestro entorno y garantizar su sostenibilidad y, con ella nuestra propia supervivencia.
Para eso debemos educar: tanto para la convivencia eficiente, útil y práctica del mundo del trabajo, del
comercio o del consumo; como para la vida plena y trascendente que surge de la convivencia solidaria, del
Programas de Estudios de Educación Cívica afecto desinteresado y de la responsabilidad con el medio. Esta no es una paradoja simple y, mucho menos,
una paradoja fácil de traducir en recetas educativas.
Una educación para la ética, la estética y la ciudadanía
Queremos que los estudiantes aprendan lo que es relevante y que lo aprendan bien: que nuestros jóvenes
adquieran y desarrollen el conocimiento, la sensibilidad y las competencias científicas; lógicas y matemáticas;
históricas y sociales; de comunicación y lenguaje que la vida en sociedad exige. Todo esto es clave, pero no
basta.
En un mundo incierto en el que pareciera, a veces, que todo se vale; y en el que se vuelve casi indistinguible
lo que vale más de lo que vale menos; en un mundo en el que prevalece el miedo, la pregunta de ¿para qué
educar? adquiere un significado adicional y angustiante.
Al educar para la vida y la convivencia debemos educar para la eficiencia, pues sin ella no habrá forma posible
de satisfacer nuestras necesidades; pero es igualmente claro que, al educar, no podemos quedarnos con
las necesidades prácticas del egoísmo: necesitamos de la simpatía, de la identificación con el otro y con el
entorno, como condición indispensable para la supervivencia de una sociedad libre que convive en un planeta
frágil. Es por ello que, como bien señala Savater, frente a la incertidumbre, la humanidad debe guiarse por
esas grandes fuerzas que la han guiado a lo largo de su historia: la ética y la estética, la búsqueda de qué es
lo bueno, qué es lo correcto; y la búsqueda de qué es lo bello.
Así, como tanto ha insistido Gardner, a la educación que prepara para la búsqueda pragmática y dinámica de
‘lo verdadero’ debe agregarse la educación que forma para la búsqueda trascendente de ‘lo bueno’ y ‘lo bello’:
una educación en la ética y la estética, como criterios fundamentales – y nunca acabados – de la convivencia
humana. Una educación para la ciudadanía democrática, una educación que nos libre de la discriminación y
el miedo.
Nuestros jóvenes no pueden crecer sin criterios propios en un mundo en el que se diluye el imperativo moral de
luchar por aquello que es humanamente correcto o bueno. No podemos educar ni en los valores inmutables de
los conservadores ni en la cómoda ambigüedad de los relativistas, sino en la búsqueda de qué es lo que nos
permite vivir juntos, con respeto, con simpatía, con solidaridad, con afecto; reconociéndonos y aceptándonos
en nuestra diversidad y entendiendo nuestra responsabilidad para la preservación de este, nuestro único
entorno natural, al que estamos indisolublemente ligados. Para eso, educamos.
De la misma forma, debemos educar en la estética, para que nuestros jóvenes aprendan a gozar de la belleza
natural y artística; para que sean capaces de apreciarla y valorarla; de entenderla – conocer y respetar sus
raíces y experimentar sus derivaciones y combinaciones – para poder así comunicarse y expresarse, ellos
mismos, artísticamente. Debemos recuperar la educación física en su sentido más integral: tanto como la
educación para una vida saludable, para el ejercicio y movimiento de nuestros cuerpos, para elevar la disciplina
y sofisticación con que somos capaces de utilizarlo; como una educación para el juego y la sana competencia,
una educación que utiliza el juego como situación e instrumento de convivencia, de aprendizaje de reglas,
de respeto al otro, de estímulo a la excelencia, de comprensión de las diversas capacidades y gustos; y, en
especial, de disfrute del compañerismo.
Educamos para la cultura, para los derechos humanos y para eso que hemos llamado un ‘desarrollo sostenible’.
Educamos para cultivar esa parte de nuestra naturaleza humana que no viene inscrita en el código genético,
sino en nuestra historia. Educamos para el ejercicio crítico pero sensato – o sensato pero crítico – de la
ciudadanía democrática. Educamos para identificar y enfrentar la injusticia; y para cerrar esas brechas que nos
separan. Educamos para asimilar las nociones más abstractas y complejas del pensamiento y las formas más
sublimes – y no siempre asequibles – del arte, como para manejarnos en los aspectos más indispensables de
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la vida cotidiana: cambiar un fusible, abrir una cuenta bancaria, reparar una silla rota, hacer un ruedo, sacar de
la caja e instalar la computadora nueva, pegar un botón.
Educamos – y esto nunca debiéramos olvidarlo – para erradicar las dos causas básicas de la pobreza: la
ineficiencia y el privilegio. Educamos para que prevalezcan el afecto y la razón, de manera que no se repitan
los errores del pasado: educamos contra la magia y la tiranía, que suelen alimentarse mutuamente mientras
atropellan a la razón y al respeto por el otro. Educamos, en fin, para vivir sin miedo en el afecto y la memoria
de los demás... y cobijados por el mismo ecosistema: solo así trascendemos como individuos; solo así
sobrevivimos como especie.
Es por todo ello que la alfabetización del siglo XXI significa algo más que leer, escribir y operar la aritmética
básica; significa poder entender el mundo en que vivimos y expresarnos en los símbolos de nuestro tiempo y
de nuestra juventud, y esos son los símbolos de la ciencia, de la tecnología, de la política, del arte, del deporte
y la cultura a todo nivel. No podemos aspirar a menos.
De eso trata la iniciativa que impulsamos y a la que hemos llamado “Ética, estética y ciudadanía”.
Aspectos básicos de la iniciativa
Luego de una serie de talleres, discusiones, reuniones y más talleres, acompañados por sendos trabajos
elaborados por distintos consultores que se tomaron su trabajo muy en serio, fuimos consolidando un conjunto
de ideas para concretar nuestra propuesta, con la que intentamos reintroducir – o introducir mejor y con
más fuerza – los criterios para una educación integral que no solo guíe y prepare a nuestros estudiantes
para la construcción del conocimiento y la búsqueda – siempre elusiva – de lo verdadero, búsqueda que
usualmente asociamos a la razón; sino también para la búsqueda y construcción de aquello que asociamos
con la ética y la estética: de aquello que por diversas y cambiantes razones consideramos lo bueno y lo bello,
y que asociamos con la pasión. En estas búsquedas, por supuesto, todo se entrecruza – como bien sabían
los griegos – pues también somos capaces de descubrir belleza o enfrentar serios dilemas morales en los
procesos aparentemente objetivos de la búsqueda científica, y apasionarnos con ella; como de descubrir las
peculiares razones del arte o su verdad trascendente.
Nada de eso, por supuesto, se da en abstracto, sino en el contexto de este complejo y diverso mundo que nos
toca vivir y que nos hace cada día más evidente la necesidad y casi la urgencia de una educación que nos
prepare para convivir armoniosamente con los demás y con el entorno del que formamos parte.
Una educación ética y para la ética
Con respecto a la ética, se enfatizó que no es algo que se pueda aprender como mera información, ni siquiera
como ‘conocimiento’... sino como vivencia, como creencia, como convicción y que, por tanto, debe aprenderse
mediante una metodología que enfrente a los muchachos con ‘dilemas éticos’ de distintos tipos:
• Cotidianos.
• Históricos.
• Artísticos.
• Ficticios.
La resolución de estos dilemas no puede ser antojadiza o casual, sino que debe incorporar tanto la adquisición
de conocimientos mediante procesos sistemáticos de identificación, investigación, deliberación y resolución de
los distintos dilemas. En este proceso, es particularmente importante la confrontación de diversas posiciones
mediante procesos respetuosos y tolerantes que permitan elaborar los criterios propios mediante los cuales
valorar estos dilemas, desarrollar posiciones frente a ellos, y proponer soluciones – no necesariamente
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únicas – considerando los criterios y soluciones de los demás. Finalmente, debe haber un elemento clave
de conceptualización y de explicitación de los argumentos, que es indispensable para que las experiencias y
vivencias constituyan un aprendizaje en el sentido pleno del término y no una mera acumulación de anécdotas,
pues este aprendizaje debe servir a los y las estudiantes para enfrentar dos tipos distintos de retos.
Por un lado, el reto – particularmente frecuente – de las respuestas maniqueas a los diversos dilemas: las
salidas fáciles, las recetas, las verdades absolutas e inmutables con que tanto nos gusta superar nuestras
dudas y enfrentar nuestras opciones. En el otro extremo, está el riesgo de diluir los dilemas en un mero
relativismo para el que todo da igual, todo vale igual, todo importa lo mismo... que es como decir nada vale,
nada importa: desaparecen los criterios de valoración ética (y, por cierto, estética) y deja de tener sentido la
interacción con los otros como una forma de vida.
Una educación ciudadana y para la ciudadanía
En el campo de la ciudadanía, las diversas experiencias muestran algo que también es cierto en los campos
de la ética y la estética, pero que aquí adquieren particular importancia; y es que no basta que la ciudadanía
sea parte de una asignatura propiamente dicha. Más aún, no basta que permee el currículo, sino que debe
marcar toda la vida del centro educativo e ir más allá: a la relación entre el centro educativo y la comunidad.
Si algo es evidente para los estudiantes es la falta de congruencia entre el discurso y la práctica: un discurso
cargado de ética y valores ciudadanos acompañado de una práctica autoritaria... simplemente no funciona con
los jóvenes. La responsabilidad y los derechos solo se aprenden cuando su conceptualización va acompañada
de la práctica y la práctica se conceptualiza.
De aquí la importancia de redefinir la relación adulto-adolescente, docente-alumno, escuela-comunidad y,
por supuesto, la necesidad de tomarse en serio la educación para el hogar: esa preparación para la vida más
próxima, para la convivencia en su sentido más íntimo, más intenso y – sin duda – más difícil, pues incluye
desde los detalles más prácticos hasta los sentimientos más profundos.
En el campo de la ciudadanía adquieren especial relevancia las competencias, destrezas, habilidades que
puedan desarrollar las y los jóvenes para convivir en sociedad dentro de un marco democrático de Estado de
Derecho y de respeto a los derechos en su sentido más pleno. Hay prácticas que deben aprenderse y, valga
la redundancia, practicarse, hasta que se vuelvan no solo entendidas y practicadas... sino casi intuitivas: el
sentir democrático.
También hay un conjunto de valores que son fundamentales en la formación ética y ciudadana: valores como
la justicia y la equidad; la autonomía, entendida como antítesis del autoritarismo o el mero tutelaje; la tolerancia
y el respeto y aprecio de la diversidad; la expansión de la libertad en su sentido amplio de capacidad: soy libre
cuando tengo la libertad real de ejercer mis capacidades y mi potencial; la dignidad como derecho a una vida
buena y, en especial, como derecho a no ser humillado, a no ser tratado – ni sentirse – como menos que nadie.
La solidaridad y la simpatía: la identificación con el otro. La responsabilidad con nosotros, con los otros y con
el entorno. El derecho a los sentimientos: el regreso a una educación sentimental.
Una educación estética y para la estética
Con respecto a la enseñanza de las artes, nos planteamos la necesidad de que nuestra educación logre
al menos cuatro grandes objetivos. En primer lugar, se trata de que las y los estudiantes disfruten del arte:
¡simplemente que lo gocen! Decirlo es fácil y hasta parece obvio, pero nos hemos acostumbrado tanto a
hacerlos sufrir el arte, repetir el arte, cumplir con el arte... o no hacer nada con el arte, que no siempre es fácil
regresar a ese objetivo tan simple de sentir aquello que se hizo para ser sentido con intensidad. La realidad,
sin embargo, es a veces descorazonadora y hasta un objetivo tan modesto como este topará con problemas,
como ocurre tantas veces en nuestras escuelas y colegios, donde se muestra un cuadro, se escucha una pieza
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musical o se hace leer una novela solamente para preguntar luego por algún párrafo, alguna fecha o cierto
detalle técnico de la obra... sin dejar espacio siquiera para que un estudiante se permita olvidarlo todo y dejarse
llevar por la pasión.
En segundo lugar, habría que complementar el disfrute con la apreciación, que no es lo mismo. Apreciar
incorpora además elementos de valoración, criterios de calidad y gusto que, si bien no tienen por qué ser
rígidos ni únicos – y mucho menos encasillar el arte en géneros ‘mejores’ o ‘peores’ – sí tienen que permitir a
cada quien valorar las cualidades de las obras de arte que tiene ante sí y distinguir, dentro de cada género, por
qué considera que, respecto a esos criterios, unas puedan ser valoradas con respecto a otras: unas pueden
gustarle más o menos que otras... o no gustarle del todo, aunque algún experto insista en que deberían
gustarle. Incluso poder decir sí, esta obra es superior a aquella pero, a mí, me gusta más aquella... y ojalá
tener argumentos que les permitan entender por qué aprecian así el arte. Aquí lo importante ya no es el mero
gozo o la emoción que provoca el arte, sino los criterios con los que apreciamos y valoramos cada objeto o
proceso artístico.
En tercer lugar, además de disfrutar y apreciar el arte – o para disfrutarlo y apreciarlo en una forma más plena
– es necesario entenderlo, comprenderlo en un doble sentido. Por un lado, esto refiere a los elementos que
podríamos llamar técnicos y conceptuales de la obra de arte de que se trate: desde las técnicas de la disciplina
o disciplinas específicas con que se ha diseñado y construido la obra de arte; hasta los aspectos científicos
y tecnológicos que estarían por detrás de determinada tonalidad o brillo de los colores, de determinados
movimientos del cuerpo, del balance de una escultura o los timbres de cierta tonada.
Por otro, estaría aquella otra parte de la comprensión que tiene que ver con los aspectos históricos de la pieza
artística – y, claro, de su autor o autora – que inevitablemente nos remiten a los determinantes individuales
y sociales, políticos y culturales que rodean y explican – de nuevo, nunca de manera unívoca – la obra y
que, si bien no determinan qué le dice a la obra al receptor sí enmarcan el sinnúmero de procesos sociales –
colectivos e individuales – que dan identidad a la obra de arte en el momento de su creación y aquellos que
pueden darle muy diversos sentidos según el momento histórico en que fue realizada y aquel en que nos
enfrentemos a ella. El punto es que el arte nunca se da en un vacío: ni del lado de su creación ni del lado de su
apreciación o percepción. Ambos procesos están socialmente determinados, aunque nunca de forma tan clara
que nos permita una interpretación o apreciación única o estática. Es parte de la gracia que tiene la vida... y
las expresiones que la vida genera.
Cuarto, y como debiera resultar obvio a estas alturas, nuestra iniciativa asume que no podemos limitarnos
a que nuestra juventud disfrute, aprecie y comprenda – cada quien a su manera – el arte. Aspiramos a
más: queremos que todo eso le permita, a cada joven, expresarse artísticamente: que puedan pintarnos,
declamarnos, cantarnos o escribirnos lo que quieran – o necesiten – decirnos o decirse. No buscamos – y
esto es importante entenderlo – que cada estudiante sea “un artista” en el sentido tradicional del término – un
virtuoso con su instrumento o su medio artístico – pero sí que cada quien se atreva y logre expresar en formas
artísticas sus intereses y preocupaciones, sus pasiones y angustias, sus gustos y frustraciones, sus emociones
y sus razones, de tal forma que, al hacerlo, busque conmovernos... más que convencernos, ya que si algo
busca el arte es eso: conmover.
Disfrutar, apreciar, comprender y expresar... cuatro retos de la educación artística que, de lograr incorporarse
con más sentido y fuerza en nuestros colegios, transformarían sin duda la enseñanza en esos centros y la vida
de nuestra gente joven.
Pero pidamos más... y hemos pedido más a nuestros equipos de trabajo.
Una educación contextualizada
Queremos que nuestras y nuestros colegiales se apropien del arte, lo mismo que del conocimiento científico
o de su concepción ciudadana, pero que lo hagan con una mente abierta y crítica, no con una mentalidad
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aldeana, complaciente o snob. Hoy, cuando hablamos de una educación contextualizada no nos referimos
solamente a que cada estudiante debe conocer a fondo sus raíces, su comunidad local, las vivencias de su
barrio – o su país – y las formas artísticas, culturales y cívicas que le son propias y que, por supuesto, debe
conocer; sino que estén en capacidad de “apropiarse del mundo”. Claro que es importante tener muy claras
nuestras raíces, pero no para quedarnos en ellas sino para crecer con ellas y a partir de ellas. El contexto
de los jóvenes de hoy no se detiene en el pueblo o barrio, ni en el cantón o la provincia en que viven. No se
detiene siquiera en las fronteras nacionales: son jóvenes que forman parte, cada vez más, de una comunidad
enormemente diversa pero con algo muy peculiar que también los identifica: una comunidad de jóvenes;
jóvenes que comparten angustias y gustos a lo largo y ancho del planeta – como ocurrió, aún sin Internet, en
los años sesenta, cuando París, Tlatelolco y Pekín parecían fundirse en un solo instante al ritmo de alguna
tonada de los Beatles. Hoy es mucho, pero mucho más intenso ese sentido de pertenencia a un conglomerado
global; y no hay aldeanismo que lo detenga.
Por eso, disfrutemos, entendamos y apreciemos nuestro arte, hagamos nuestro arte; pero sepamos ser
dueños del arte del mundo, un arte construido a lo largo de la historia y que está hoy aquí, disponible para
lo que queramos hacer con él. Arte del mundo, arte de todas las épocas y de todos los géneros – cultos y
populares –: a eso debemos exponer a nuestros jóvenes si realmente queremos verlos crecer y crear. Lo
mismo debe ocurrir con la ciencia, con el deporte, con la política, con la propia vida en familia y con nuestra
propia concepción de ser humanos y de los derechos y responsabilidades que esto implica, concepciones que
si bien tienen siempre una base y un origen histórico específicos, son también conceptos, visiones y creencias
que adquieren una connotación cada vez más universal.
Además, pedimos a nuestro equipo de consultores y colegas del MEP un esfuerzo particular en este ejercicio:
no limitarse a lo que tradicionalmente hemos llamado arte en el MEP, es decir, algunas formas de las artes
plásticas y algunas formas musicales. Hay que abrir el abanico, hay que dejar que la imagen cobre su sentido
pleno y cambiante: que incorpore la fotografía y la fotografía en movimiento, el audiovisual, instrumento joven
por antonomasia; hay que permitir que la danza se combine con la música en una concepción más plena
del movimiento humano que complete esa visión de la educación física que tantas veces se limita a que
ellos corren tras la bola mientras ellas hacen porras. ¿Y la novela? ¿Y la poesía? Las tenemos olvidadas
y menospreciadas – junto con el teatro y los cuentos – en los cursos de español; cursos que, en nuestra
propuesta, deben recuperar su pleno sentido artístico.
Una iniciativa que busca impactos más allá de las asignaturas.