El fracaso de los controles de precios
La gran mayoría de los economistas están en contra, por el
efecto disfuncional que tienen en los mercados y porque terminan originando,
bien un exceso de existencias, bien escasez.
Álvaro
Martín24 ene 20
24
ene
El control de los precios siempre ha sido un tema de debate
y confrontación entre economistas, políticos y comentaristas de los medios de
comunicación. En la mayoría de los países desarrollados, se abandonó como
política económica pública hace algunas décadas, debido a la gran variedad de
bienes y servicios, suministrados a diferentes rangos de precios y accesibles
cada vez a un mayor número de personas, gracias, en gran medida, al proceso de
globalización.
Recientemente, esta discusión volvió a salir a la luz a
cuenta de los precios de las viviendas y el control de los alquileres en toda
Europa. Lo sorprendente es que, esta semana, el Banco Mundial ha publicado que
el 89% de los países desarrollados controlan el precio de la energía; el 76%,
el de la comida y sus complementos (como salsas, especias, etc…); y el 13%, el
de los materiales de construcción, como los metales. Aunque estas medidas han
demostrado, en la práctica y repetidas veces, ser un fracaso, muchos políticos
continúan aplicándolas, porque resultan baratas y fáciles de introducir, así
como vendibles ante los votantes de manera sencilla y atractiva a corto plazo,
sobre todo para aquellos que sufren una alta presión de la inflación.
Un ejemplo claro lo encontramos en la política de control de
precios de Mauricio Macri. Cuando llegó a la Casa Rosada, prometió que los
eliminaría gradualmente y que permitiría que los mercados se ajustaran,
siguiendo lo que, según predijo, sería un mayor crecimiento económico y una
menor inflación. Al final, no solo no terminó con los ‘precios cuidados’ (en
alimentos y productos básicos), sino que incluso los introdujo para otros 60
productos. El control de precios se ha demostrado una política muy rentable,
pero un completo desastre económico. Analicemos algunas evidencias empíricas
que muestran sus efectos.
Por un lado, los precios pueden imponerse por dos vías: la
de mínimos y la de máximos. Los primeros pretenden garantizar un mínimo de
ingresos a los productores, como se ha hecho con los productos agrícolas en
muchos países europeos a lo largo de la última década, en el marco de la
Política Agraria Común (PAC). En cuanto a los máximos, se implementan con el
objetivo de beneficiar a los consumidores, bajando los precios por debajo del
equilibrio de mercado, pero tienden a provocar un exceso de demanda y escasez.
La gran mayoría de los economistas, independientemente de su posicionamiento
político, están en contra de ambas, bajo el argumento de que tienen un efecto
disfuncional en los mercados y terminan originando, bien un exceso de
existencias (price floors), bien escasez (price ceilings). El
mismo conjunto de datos del Banco Mundial hace referencia a cómo los controles
de precios de los alimentos fueron responsables de casi el 40% del aumento del
coste del trigo en el período 2010-2011.
Los precios no solo reflejan cuánto dinero tienes que pagar
por algo. Son señales que el mercado envía a los consumidores y productores,
las cuales, al mismo tiempo, ayudan a coordinar las fuerzas del propio mercado
y a alcanzar su equilibrio dinámico. En otras palabras, muestran la relativa
escasez de un producto o servicio, asignándolos a los consumidores que pueden y
están dispuestos a comprarlos por ese valor. Por tanto, cuando se imponen
controles de precios, estas señales se distorsionan y ya no resultan válidas
para ese bien o servicio, razón por la que se producen desequilibrios de
mercado: un exceso de demanda o de oferta. Los topes de precios que fijan uno inferior
al establecido por el mercado pueden hacer que las empresas reduzcan su margen
de beneficios y desincentivar a muchas de ellas a estar presentes en un
determinado país o región, provocando una inversión insuficiente, una reducción
de aquella destinada a la innovación, y menores tasas de productividad, todos
ellos algunos de los efectos negativos analizados por los economistas D.
Dhananjay, K. Gode and S. Sunder en su trabajo Double auction dynamics:
structural effects of non-binding price controls.
Pequeños incrementos de precios por parte del gobierno
pueden desencadenar una revolución social
Pero los controles de precios no solo tienen efectos a corto
plazo. Una vez que se implementan, sus efectos durarán muchos años, e incluso
décadas, dependiendo del caso. Esto no se refiere únicamente a las enormes
consecuencias perturbadoras que pueden tener en la economía de un país, sino
también a su longevidad a lo largo de la historia, debido a las extremas
dificultades políticas para eliminarlos. Pequeños incrementos de precios
derivados de una cierta acción gubernamental pueden desencadenar una revolución
social, y no sería la primera vez que ocurre. Un ejemplo sencillo de esto fue
el ligero cambio en la tarifa del metro chileno el año pasado, en Santiago.
Aumentó un mero 3,5% (0,04 dólares o 30 pesos), pero causó más de dos meses de
agitación política y social, llevó al ejército a las calles para neutralizar a
los manifestantes violentos, y causó 29 muertos por varias razones. Obviamente,
no solo protestaban por la tarifa de metro regulada políticamente, sino por una
amplia gama de temas, que van desde la desigualdad a la pobreza, pasando por la
movilidad social. Pero bastó esa minúscula modificación para encender la llama.
Otro ejemplo reciente lo hallamos en Irán. En noviembre, el gobierno decidió
subir el precio del combustible, y los detractores salieron furiosamente a las
calles, empezando una revolución social. Otros gobiernos, como el de México o
Ruanda, levantaron en el pasado los controles de precios en los combustibles,
aprovechando las caídas del mercado en 2014, y resarcieron a los ciudadanos más
desfavorecidos con subsidios y un mayor gasto en educación, pero, sobre todo,
dieron a conocer todas estas políticas públicas compensatorias para evitar
turbulencias sociales.
Es cierto que algunos precios en muchos países del mundo
resultan excesivamente altos para que muchos consumidores puedan acceder a
bienes y servicios. Desde el alquiler de una casa en los principales centros
urbanos europeos, hasta la compra de suficiente comida para toda una familia en
el régimen comunista cubano. Necesitamos encontrar una solución a estos
problemas, y por supuesto, los responsables políticos deben proponer soluciones
que puedan ser estudiadas, analizadas e implementadas. Pero los controles de
precios, como la evidencia empírica ha mostrado, solo constituyen un fracaso
económico duradero, que causa fuertes disfunciones en el mercado,
extremadamente difíciles de suprimir. Los controles de precios son la semilla
de la futura inestabilidad sociopolítica.
El mercado como institución natural y espontánea ofrece
varias soluciones a los problemas presentados recientemente, los cuales han
tendido a abordarse desde los gobiernos con controles de precios. En un mercado
libre, la producción oscilará hacia donde resulte más rentable en un ámbito
internacional; por lo que, si para un empresario europeo, generar un
determinado bien o servicio ya no sale a cuenta, debido, por ejemplo, a la
globalización, puede necesitar enfocarse hacia la producción de otros bienes en
los que cuente con una relativa ventaja, o incluso, generar esta a través de la
innovación. ¡La teoría de Schumpeter de la destrucción creativa, en acción!
Por otro lado, en lo tocante a aquellos precios
excesivamente elevados para ciertos consumidores, y que, paradójicamente, causan
al mismo tiempo un exceso de demanda (como ocurre ahora mismo con los mercados
residenciales en muchas ciudades de España), la solución podría venir de
desregular esos mercados y permitir una mayor oferta, lo que desencadenaría una
bajada de precios, más accesibilidad para esos bienes y servicios, y una mayor
eficiencia distributiva.
Los controles de precios son el problema. Los mercados
libres, la respuesta.